domingo, 12 de junio de 2011

Los suicidas

Se me representa la terrible prisión del perro enorme entre cuatro muros de azulejos blancos, donde la luz olvidada se expande con su monotonía implacable.
Pero el perro se atiene a la espera (ni siquiera la esperanza, sólo la espera).
No sabe que eso podría concluir con la muerte, ni sabría matarse.
Porque destruirse a sí mismo es privilegio de la absurda condición humana.

Lo miro.
Puede morir.
Si no fuera por eso yo no me habría apercibido, tal vez, de que lo quiero.

Era, tal vez, un poco forzado. Solía verme, estos días, como colgado del afecto familiar, igual que tomado de un gancho con un solo dedo; abajo, el vacío.

Por mi parte, le digo, pienso de otra manera. De qué otra manera, dice él, y yo opino que el tema de la muerte es un tema prohibido, por alguna falla cultural, y que en el fondo se trata del miedo a la muerte.

Si me mato, me mato a mí, y mato mi inclinación a la muerte.
Querría matar a otros, a nadie en particular. A muchos porque son puercos y crueles y afean el mundo, y a King, que sufre.
¿Mi inclinación a la muerte es también inclinación a matar a los otros? 
No puedo matarlos, por lo menos no a todos. Pero puedo suprimir a todos: si yo me suprimo, ya, para mí, no existirán.


(Fragmentos de “Los suicidas”, de Antonio Di Benedetto)

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